Recuerdo como mi madre ya me avisó la primera vez que te vio.
-Ese muchacho tiene una mirada turbia -me dijo.
Cuando conseguí hacerme consciente de aquellas palabras, ya
era demasiado tarde. Andaba enredada entre las envolventes aguas de tus ojos
verdes. No había manera de que atendiera a otra cosa que no fueras tú.
-¡niña, estás ensimismada! -me decía la abuela Antonia cada
vez que me quedaba en silencio frente al televisor de su casa.
-Abuela, es que no sé qué me pasa –respondía, algo afligida.
-Lo que te pasa, criatura, es que andas atontada con ese
joven por el que pareces beber los vientos. Cuídate mucho, niña, y protégete de
cualquier aprovechado. ¡Será por muchachos! -vociferaba la abuela, mientras iba
y venía de la sala de estar a la cocina.
No lograba entender por qué os disgustaba Mario, por qué no
podíais comprender que nos queríamos y que estaba saboreando las mieles de mi
primer amor. Era una adolescente de dieciséis años, que comenzaba a sentir lo
que significaba ser una mujer deseada.
-Lucía, no hagas ninguna locura. Vas muy rápido con ese chico.
¿No te habrás acostado ya con él? -me preguntó una tarde mi abuela, aprovechando
que estábamos a solas en casa.
-No, no…no digas tonterías, abuela -respondí rápidamente. Hizo
un gesto con la boca por el que deduje que ambas sabíamos que estaba mintiendo.
Por aquel entonces, ya me había entregado a ti en varias ocasiones. Y llevaba
en mi vientre su consecuencia.
Menudo sobresalto di
en el baño del instituto cuando vi las dos rayas del predictor. Lo tiré a la
basura y salí corriendo presa del pánico, sin mirar atrás. Queriendo con la
huída, borrar cualquier rastro de la realidad. La inesperada realidad que
cambiaría el rumbo de mi vida.
Han transcurrido diez años desde aquel día, y ahora con veintiséis
años, aún siento miedo. Mi madre y la abuela Antonia tenían razón. Al enterarse
de mi embarazo, Mario se marchó lejos. Me dijo que tenía mucho que vivir, que
era demasiado joven para atarse a las responsabilidades de la paternidad.
Incluso dudó de que fuera el verdadero padre.
Diez años después, te miro, parece que me miras, nos miramos…pero ya no
nos vemos. En la pequeña foto coronada por un borde nacarado, apenas se
vislumbra el color de tus ojos. Esos ojos verdes en los que un día vi un
inmenso lago, profundo y algo misterioso. Un lago en el que me sumergí y del que aún hoy no he conseguido
salir. Rozo la superficie marmórea y fría con la yema de los dedos, miro la
fotografía en la que apareces y con lágrimas en los ojos te pregunto ¿por qué?
Nadie me responde. Siento que voy a desfallecer. Como si otra vez me hubieras
atrapado entre las aguas. Y no siento la
fuerza suficiente como para impulsarme hacia el exterior.
-Mamá, ¿quién es el hombre de la foto?
-Es un viejo
amigo del instituto -contesto, todavía anestesiada por los recuerdos. Hacía
mucho tiempo que no nos veíamos. Hacía diez años que no sabía nada de él y
quería que te conociera.
- Pero mamá.
Ese hombre de la foto está muerto.
- Ya lo sé,
mi amor. Únicamente necesitaba ver sus ojos por última vez.