lunes, 22 de septiembre de 2014

el cumpleaños



El primer día que supo que su vida no sería como ella había imaginado, fue cuando en su octavo cumpleaños no hubo celebración, ni tarta, ni regalos, sino una plato en el centro de la mesa del salón con apenas un cazo de crema de arroz que tenía que compartir con sus tres hermanos. En ese instante, que recordaba desde hacía tanto tiempo y con tanta desdicha, pudo comprobar con amargura, que la realidad se regía por unas normas ajenas a su control, y lo más frustrante, a sus más íntimos deseos. Arián no quería sentirse distinta al resto de niñas de su colegio, de su barrio, de su ciudad, de su país, o del  mundo, sin embargo, el hecho de verse frente a aquel plato, junto a la mirada expectante y ansiosa de sus hermanos ante la posibilidad de llevarse algo a la boca, le provocó un vacío en su interior que comenzó a comérsela a mordiscos desde aquel momento.
-mamá, ¿dónde está mi regalo?- preguntó Arián tímidamente y conteniendo un sollozo que intuía le brotaría de inmediato.
-Cómete el arroz y vete a tu cuarto, Arián- respondió su madre sin dirigir la mirada hacia ella. Le faltó tiempo para dejarle claro que no era ninguna broma. Arián sintió una quemazón intensa, aguda y punzante, como si mil agujas hubiesen impactado sobre la piel de su brazo. Con una mirada fría y llena de desprecio que ya no olvidaría durante años, vio como su madre le quemaba con un cigarrillo, mientras volvía a repetirle- vete a tu cuarto-.
-¡Eres la peor madre del mundo y te odio!- le dijo Arián sujetándose el brazo con la otra mano, presa del dolor y la rabia.
Fueron tantos los pensamientos que invadieron su cabeza que le produjeron más dolor y comezón, más que la propia herida ulcerosa que se había empezado a formar. Arian supo que la vida no sería como la había imaginado de nuevo y pudo comprobar, también entonces, cuan intenso podía llegar a ser el sentimiento de rencor hacia una persona. Con apenas ocho años le pareció terrible, pero certero que en su cabeza se fijara la idea de que odiaría a su madre el resto de su vida.
Se marchó a su habitación sin probar bocado, y con un espantoso dolor en el brazo. Se metió en su cama y comenzó a llorar como lo que era, una niña de ocho años sin fiesta de cumpleaños, una niña a la que su madre, además, había quemado con un cigarrillo. Acurrucada entre las sábanas, y con la respiración entrecortada, se fue adentrando en un mundo de fantasías e ilusiones que la fueron alejando de aquel espantoso lugar en el que se encontraba. Arián sabía que era la única forma de escapar de una realidad que ni ella ni sus hermanos habían imaginado, pero que se les había pegado a sus cuerpos como si de una garrapata se tratara, una garrapata ávida de sangre, de alimento y energía. Alimento que a ella y a sus hermanos se les negaba en muchos días de hambruna.
-Arián, hazme sitio.- La niña sintió como una mano fría tocaba su hombro y la zarandeaba como ella misma hacía cuando quería meterse en la cama y su hermana ocupaba todo el espacio. Volvió a sentir el vaivén en su cuerpo adormecido, se giró y se dio cuenta que era su hermana Andrea. El corazón pareció que se le hubiera volteado, se le aceleró el pulso y las pupilas se le dilataron cuando la habitación se iluminó  al tiempo que la otra chica presionaba el interruptor de la lámpara situada en la  mesita de noche. Un sinfín de imágines borrosas y entremezcladas pasaron delante de sus ojos que la hicieron dar un brinco que, por poco, no la hacen caer al suelo. Dudó por unos instantes si delante de sí tenía a la mismísima bruja de los bosques con quien tanto soñaba últimamente, o se trataba de una ilusión óptica por el efecto que la luz blanquecina ejercía sobre las figura de su hermana al acercarse a ella para meterse en la cama.
-Andrea, me has asustado, le dijo Arián sobresaltada. Soñaba que la bruja quería engullirme entera. Mientras me acercaba a su boca oía su respiración profunda y un apestoso aliento inundaba mi cara.- menos mal que has llegado para salvarme-.volvió a hablarle a la hermana con lágrimas a punto de brotarle de sus ojos azules.
Andrea no era mucho más mayor que ella, pero siempre la había protegido. Recordó  como desde los primeros días de colegio, su hermana se fue convirtiendo en su sombra, al acecho para salvaguardarla de cualquier infortunio que pudiera suceder. Y eran tantas las situaciones en las que había tenido que intervenir, que ya había perdido la cuenta...

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